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Los zapatos a lo largo de la historia

La historia del hombre y la de los zapatos están íntimamente unidas. Aunque los primeros zapatos que se conservan tienen tan solo unos 8000 años de antigüedad, se cree que ya se utilizaban hace aproximadamente 40 000 o 26 000 años. Esta suposición se fundamenta en que entre ese periodo los dedos de los pies del hombre primitivo disminuyeron de tamaño, algo que se atribuye al uso frecuente de un calzado constreñidor. El Homo sapiens le debe al calzado no solo características morfológicas del pie, sino también su rápida expansión por todos los continentes. El hombre, un homínido específicamente dotado para andar erguido (los cazadores-recolectores caminaban diariamente en torno a cuarenta kilómetros), inventa los zapatos para proteger el pie de los rigores del camino mientras migra de África a Europa en época de máximo glacial. Los rudimentarios cubrimientos de pieles animales, apenas cosidos con toscas cuerdas, ayudan a los humanos a resguardar sus pies del frío, de la humedad y de las inevitables piedras en el camino. En consecuencia, la función antropológica primaria del calzado es separar el pie de un exterior helado y nada confortable.

Los zapatos forman parte tan íntima y consustancial de la cultura del ser humano que ya no se concibe al uno sin los otros. El calzado evoluciona con el hombre, de la misma forma que nos ayuda a evolucionar.

Por tanto, el calzado era en ese tiempo una frontera entre el hombre y el mundo. Pero las fronteras pueden ser costuras de desunión y también líneas permeables de contacto. Así, los zapatos, poco a poco, fueron añadiendo elementos que no buscaban aislar al pie de las agresiones del camino, sino todo lo contrario. Las suelas cada vez más cómodas, la flexibilidad de los materiales, la transpirabilidad de las plantillas, etcétera, son incorporaciones al zapato que solo se entienden como una búsqueda por mejorar el contacto del pie con el exterior. Con estas incorporaciones, el zapato ya no solo nos protege, sino que también favorece una unión que nos permite percibir más cómodo y bonito el camino. Porque, como las fronteras, separan y unen al mismo tiempo.

En la última etapa evolutiva del calzado (y del ser humano), llegaron los tacones. Las personas ya no se conformaban únicamente con proteger el pie o hacer más cómodo su paseo, también querían transcender la realidad, elevarse sobre ella. Los tacones, las plataformas y las altas calzas sirven precisamente para eso, para alejar a sus usuarios de una realidad chata e insatisfactoria. Por ello, en los últimos tiempos los zapatos suman a sus diseños fantasiosos adornos, suntuosas hebillas, relamidos tejidos y vertiginosos tacones. En esta etapa, la estética prevalece sobre otras características más pragmáticas como la durabilidad o la amortiguación. Aquí lo relevante es destacar a través del diseño; el zapato se convierte en un fin en sí mismo más allá de su origen instrumental.

Con ello, se consuman las tres funciones ontológicas del calzado: proteger, aportar comodidad y embellecer. Las tres están relacionadas, como hemos dicho, a la propia evolución del ser humano y su voluntad por adaptarse a la realidad circundante: de una prehistoria congelada a un mundo contemporáneo en el que la apariencia es fundamental. Por supuesto, al igual que el hombre, el zapato prosigue su evolución. Sin duda, la tecnologización de la vida cotidiana de nuestros coetáneos, la importancia de la digitalización y la creación de mundos virtuales repercutirán en cómo calzaremos en el futuro. Probablemente, cuando se consume la transferencia de la cuarta o quinta revolución industrial (uno ya pierde la cuenta) a su reflejo material en los zapatos, el que escribe y muchos de los que leen (lo siento) ya no estarán para verlo. Lo que es seguro es que el calzado morirá con el hombre, nunca antes; porque los zapatos forman parte tan íntima y consustancial de la cultura del ser humano que ya no se concibe al uno sin los otros. El calzado evoluciona con el hombre, de la misma forma que nos ayuda a evolucionar.